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cumbres mendocinas I
Otra vez en la carretera, otra vez la noche.
Una larga distancia se abre hacia el sudeste,
mil kilómetros escarbando en el final de la noche,
esa circunstancia que viene midiendo un viaje.
No los veo, pero los Andes se aproximan.
Entresueños; mitad de trayecto,
¿Fantasmas o fantasías?
Se detiene el ómnibus.
Y una voz: ¡Parada, San Luís!
Asoman cabezas entre los asientos,
son los curiosos, vendedores, oportunistas,
descuideros: ¿Un jugo señor, clínex, tabaco,
alcohol? ¿acaso un trasiego de ficción?
Toca despabilarse para contemplar
reencuentros, o amarguras, ya se sabe,
de nuevo lo de siempre. Finjo dormir
y pronto vuelve a alargarse la noche.
Feraz distancia, que engrandece
el país de los viajes nocturnos.
Otra vez, ahí, tras la ventanilla,
se percibe la fiereza de una Pampa acechante,
patrullera entre la vastedad de los despoblados,
Pampa que se deglute así misma y que a su vez
(ya lo he pensado antes) deglute a sus hijos.
La carretera no tiene final, y si lo tiene
queda muy lejos; cada poco alguna luz,
un villorrio donde alguien olvidó el amanecer.
Y así hasta el final… Bastante más tarde,
donde termina la noche y se sucede
otro amanecer calcinado, y otro pequeño milagro.
Ciudad de Mendoza, tierra donde los viñedos
asaltan la calzada para escapar de la desolación.
Se hace la luz, y el verdor, de este a oeste,
dibujando la flecha que guía al asfalto,
pretende horadar la muralla de los Andes.