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el techo de los andes
Majestades, altas embajadas terrenales.
A ellas asciendo por serpenteo camino
que se me abre y también me encierra
como una cremallera zigzagueante,
siempre zigzagueante y engullidora
del herrumbroso tráfago de los Andes,
de tantos frecuentadores de ilusiones.
Los contemplo y luego me los imagino,
rugientes motores acosados por las cumbres,
viajeros que como yo rinden pleitesía.
¡Si no, no pasáis! Escenifico
arrebujado en la butaca de mi transporte;
contemplar extasiado, eso es; me digo,
reconocer la enormidad, el poder
de las majestades que se yerguen,
y sacuden sobre el viajero el lustre
de sus neveros, oropel de zarco esplendor.
Ahora están adormilados, son
Andes estivales y por eso, se dice,
que no conceden audiencia. Mientras tanto
los lacayos, veloces torrentes, bordean la ruta,
marcan la espera por la que tantos discurrimos.
Algunos se quedan aguardando para siempre,
como el trazado de un ferrocarril ignorado,
acogotado por dos morrenas glaciares
que sus cruentas majestades le han enviado.
¿Acaso a todos se nos dispensa igual trato?
Interrogo sintiéndome vejado. Y entonces
alguien cita: Los dos hermanos, El Capitán
y ahí, justo detrás, imperante, emplumado, níveo,
se encuentra él, que es Rey Aconcagua,
seis mil novecientos y no se cuantos metros
de cínica benevolencia, de falsa mansedumbre.
Y tú, o sea quien me habla a mí, y yo,
cabalgando a un lacayo, el Cristo Redentor,
cima de vientos y viajeros, cerro de barro
y de aluvión, atalaya que saluda
a chilenos y argentinos. Súbditos
que se reparten las migajas de un submundo,
el que sus majestades trazan con ese látigo
que, de norte a sur, fustiga la América Andina.
Aquiescentes majestades, medroso
yo me postro: sólo soy un transeúnte.
Arrecia el viento en los Andes y un prurito
de nostalgia me atenaza. Reciente, aún tibia,
me envuelve una evocación bonaerense,
y enseguida una primavera todavía más lejana,
otro imperio de olor, arisco y montaraz, sí.
Pero es el legado al que pertenezco.
Todo son deseos, distancias, elevadas cumbres,
huérfanos imperios, repúblicas de aquí
y allá. Otra vez igual, soy un advenedizo,
ni siquiera el embajador que desearía.
¿Y si acaso solicitara ser también un súbdito?
No, las altas cumbres ignoran
a quien su identidad reclama.