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madrid-baires-madrid
Gira a la inversa mi reloj,
deshoras del avión en que navego,
regreso desandado, o revolado,
lo mismo da, que entre el lugar
del que me alejo y al que voy,
sólo dista una porción de cielo,
un trayecto inexplorado,
el límite que rige mi tictac.
Y éste, llegando a donde sea,
implacable, puntual, hace que
mute cualquier expectativa;
tal acaece en los viajes:
Qué me dejé esto para otra vez,
qué aquello no lo pude ver,
qué no entiendo por qué
el Atlántico, transfigurado, juez,
reporta, invertido, mi espejismo.
Y así, divagando, recelando,
percibo el final de mi periplo,
sublímanse en la tierra mar y cielo,
vuelve el frío, Madrid, deshora
de un invierno puntual, me sé,
adueñado por un impío no ser.
Y yo que me pensaba viajero,
de pronto comprendo que,
de serlo, soy viajero accidental.
La frustración pues me acrece,
quiero escapar, desandar, evadir
esa cinta que escupe equipajes,
que llegado el mío se detiene.
Admito que ahí acaba el viaje,
si acaso, algún poso que perdure
es cuanto conservará mi razón;
razón que sin ambages, presta
a reubicarme, busca un autobús
y luego me guía hasta un tren,
y después me obliga a caminar,
a rebuscar las llaves del hogar.
¿Dónde las habré metido?
Arrojo el remedo de mi viaje
en un rincón; allí permanecerá
arrumbado, para siempre encarcelado
en esa valija del regreso,
reposando, puede que desecándose.
Sí, mejor lo dejaré así, bien
custodiado, prisionero, latente
por si alguna vez lo necesito;
quién sabe, cuando menos lo espera uno
el reloj vuelve a atrasar, o a adelantar.
La necesidad de viajar es así,
inductora de apostasía.