Viví en Hortaleza durante un lustro. Llegué allí con apenas once años; han pasado más de cincuenta desde aquello. Decir que el barrio que en su momento tanto significó para mí también ha cambiado radicalmente, hoy día, me cuesta un notable esfuerzo identificar los lugares comunes por donde me movía. El entorno de mi antiguo barrio, un suburbio que de la noche a la mañana, durante los años sesenta y setenta, surgió como tantos otros agrandando el extrarradio de la capital, por entonces era un lugar fronterizo con el campo. El pueblo de Hortaleza que en dicha época, creo, ya había sido absorbido como distrito madrileño, no se libraba de las carencias que significaba pertenecer a la periferia. Para llegar hasta allí desde el centro de la capital, aparte de los vehículos privados, sólo podía hacerse en taxi (algunos taxistas se negaban a desplazarse “tan lejos del centro”, decían que luego tenían que volverse vacíos) o en aquellas camionetas, las P2, que naturalmente, dado su ya por entonces vetustez y cutrez, venían a ser justo lo que su nombre indica, creo que no hace falta extenderse en mayores explicaciones.
Residí en dos o tres pisos distintos de dos o tres barrios diferentes de Hortaleza; todas aquellas viviendas compartían un mismo común denominador, una vez que salías del portal del edificio estabas prácticamente en el campo. Las vistas por ello, así lo apreciaba, resultaban sugestivas aunque no extraordinarias, todo hay que decirlo, pues yo había pasado mi infancia en el entorno rural y aquello no tenía parangón. No obstante, contemplar la distancia en que se perdía aquel campo desolado de abandonadas labrantías (imagino que por encontrarse bajo la amenaza de un inminente plan de recalificación urbano), como digo, me resultaba sugestivo. En aquel entonces, está claro, no existía ni la M40, ni grandes superficies comerciales, ni los complejos empresariales actuales, ni por supuesto el Parque de las Naciones, o Valdebebas. No; hacia el este de Hortaleza no había nada, o si se prefiere, estaba el resto del mundo… ¡Entendámonos! Decir que desde los últimos edificios recién construidos, de aquellas desbocadas barriadas suburbiales, se accedía a un campo, cuya primera barrera lo constituía el ramal de ferrocarril que, a la altura de San Fernando de Henares, un pueblo situado a pocos kilómetros de Hortaleza, enlazaba (y lo sigue haciendo hoy en día) la estación de Chamartín, con la línea férrea que parte de Atocha hacia el este para unir por tren la capital con Zaragoza, Barcelona, Francia… Aquel trazado de ferrocarril, para mí, para el grupo de amigos del que a continuación quiero hablar, suponía una especie de frontera; había otras, pero aquella era la que más nos estimulaba, porque enseguida, inmediatamente después de la vía, se extendía como digo el resto del mundo…
Del otro lado de la vía, algo hacia el norte, sabíamos de la existencia de un barrio que, pido perdón a sus residentes, nos producía incomodo su solo nombre: Las Cárcavas. Nunca me atreví a visitar dicho barrio, al que por aquel entonces desde Hortaleza, que yo sepa, se accedía por una carreterucha que atravesaba la línea férrea a través de un túnel bastante tétrico e insalubre. Ni se me hubiera ocurrido aventurarme en semejante barrio, donde abundaban lo que ahora se llamarían infraviviendas y en la época de mi relato chabolas. Se nos decía que de ninguna manera debíamos ir allí, por no sé cuántos motivos que ahora interpreto sólo pretendían desalentarnos; en fin, reitero mis disculpas a los «carcaveños».
El caso es que el ámbito de mis amigos y mío, nuestra frontera como decía, se abría hacia el este y hacia allí por lo tanto se dirigía nuestra atención. Un puente sobre la barrera que suponía la vía del tren, estaba situado en la perpendicular de una pista de tierra que conducía a Barajas. Por ella se llegaba a la famosa «Casa de la Viuda» (que jamás llegué a saber el motivo por el que se la llamaba así), a un grupillo de grandes pinos piñoneros y a un olivar situado en lo que hoy es el Campo de las Naciones. Algo más alejado, prácticamente a tiro de piedra, se encontraba el pueblo de Barajas y más allá las pistas del aeropuerto, desde el que despegaban los aviones que tomaban rumbo norte, o enseguida giraban sobre las terrazas del Jarama para perderse de vista.
A mis amigos y a mí, aquello de la navegación área nos provocaba una viva curiosidad; por eso, un día, hablando en nuestro punto de reunión habitual situado en la «hortaleceña» calle de Mar de Aral, ideamos el plan consistente en llegar caminando hasta el aeropuerto. Sabíamos que existía un gran mirador o terraza, para que los curiosos y visitantes pudiesen admirar de cerca los aviones que aterrizaban y despegaban. Recuerdo que en un momento dado, mientras discutíamos los pormenores de la excursión, dije para darme importancia, que en algunos años tomaría uno de aquellos aviones que partían hacia el este. El porqué de elegir el este, continué razonando, era muy sencillo: me atraía la idea de dar la vuelta a la Tierra, pero tomando la ruta que primero atraviesa el mayor de los continentes, Eurasia… La velada fue rica en cambio de impresiones y sobre todo en revelaciones más o menos cargadas de gravedad como pretendía serlo la mía que, muy pronto, todo hay que decirlo, quedó eclipsada cuando uno de los miembros aventajados de nuestra pandilla tomó la palabra. Era ruso y como tantos rusos se llamaba Boris. Aquella tarde Boris nos reveló algo sorprendente; algo que antes de que se decidiese a contar, nos hizo jurar que jamás se lo diríamos a nadie ni hablaríamos en público de ello. «Mi padre es disidente», dijo con vehemencia nuestro amigo cuando hubimos prestado juramento. Y como todos entendimos lo mismo acerca del significado de disidente, es decir nada, Boris, un tipo listo e imaginativo, mucho más listo e imaginativo que el resto de nosotros, pasó a explicarnos en qué consistía aquello de la disidencia. En resumidas cuentas, que el padre de Boris con toda su familia, había tenido que largarse de su país por un quítame allá esas pajas, en su variante política.
El padre de Boris era físico y debía tener tanta cabeza como su hijo, al que siempre se le ocurrían las grandes iniciativas que el grupo de amigos llevábamos a cabo. Pero mejor ilustrar esto que afirmo con algunos ejemplos.
El primero hace referencia a cierto año que fue especialmente lluvioso, se acumuló gran cantidad de agua en una depresión cercana a la vía del tren formando un embalse. A Boris se le ocurrió que construyésemos un embarcadero y tras finalizar éste, una balsa. Naturalmente, recurrimos a las muchas traviesas desperdigadas a lo largo de la cercana vía. La balsa, siempre hablando desde la perspectiva de chavales de catorce años, era imponente, pero tenía un grave defecto: apenas flotaba por estar las traviesas de tren embreadas, o mejor dicho, tratadas con creosota, que aunque por un lado procura una excelente impermeabilización, por otro hacía que la madera fuera tan densa, que a duras penas se mantenía a flote. Cuando acabadas de ensamblar las traviesas mediante una tablazón trasversal claveteada quisimos probar nuestra balsa, ésta comenzó a escorarse en cuanto se hubo montado el primero de nosotros. Pero Boris, con su gran solvencia, ideó in situ un sistema para evitar que la balsa se hundiese y pudiera soportar cierto peso. Recurrimos a grandes bidones de plástico vacíos (un par en cada lado), que tapados y atados a los costados de la balsa, conseguirían que aquélla cumpliese el objetivo que nos habíamos fijado. En poco tiempo las incorporaciones técnicas estuvieron finalizadas y pudimos comprobar con satisfacción (y sin separarnos del embarcadero), que la balsa soportaba sin problema el peso de tres o cuatro de nosotros. El siguiente paso suponía aventurarse a cruzar la lagunilla. Para cierto tipo de menesteres como lo era éste, suelen prestarse voluntarios, aquellos que sospechaban que luego iban a tener menos oportunidades de disfrutar del invento y así sucedió, que dos de ellos fueron los que se llevaron el gran chapuzón, pues cuando la balsa estaba en mitad de la laguna, uno de los bidones se soltó, y enseguida el otro que estaba en su mismo costado, y luego ya no hizo falta más… Aquel invento se quedó ahí, pero hubo otros, como un sistema de rapel que Boris ideó con cuatro mosquetones viejos, unos clavos retorcidos y una cuerda que compramos en una ferretería. Lo fuimos a probar a un lugar que nosotros llamábamos El Gran Cañón y que no era más que un desmonte abandonado para la extracción de áridos. Las pruebas preliminares no fueron muy satisfactorias: uno de los que ya antes se había dado el gran chapuzón, ahora se llevó una buena costalada; nadie quiso probar el cordaje por segunda vez. Mejor. Nuestro amigo ruso ideó otros inventos: trampas hechas con ferralla para atrapar prisioneros, cuando éramos agredidos por las bandas rivales, cabañas que levantábamos utilizando material sobrante (y no tan sobrante) de las obras y hasta un tipi indio que durante dos días (hasta que una de aquellas bandas rivales le prendió fuego), pude contemplar erigido como un centinela dispuesto en aquella frontera, que se extendía al este de la ventana de mi casa.
Pero a lo que íbamos: durante aquella reunión en la que aprendimos el significado de disidente, también supimos, porque Boris así lo confesó, que muy pronto, no podía decirnos cuando, él y su familia regresaría a la Unión Soviética, ya que al parecer su padre estaba en trance de dejar de ser aquello de disidente. El gobierno de su país estaba dispuesto a perdonarlo, con la condición de que accediese a colaborar en la elaboración de cierta estrategia, que pretendía solucionar un grave problema que Boris tuvo a bien explicarnos y que, todo hay que decirlo, nos dejó pasmados. Resultaba que el Mar de Aral, no la calle Mar de Aral donde algunos vivíamos y nos reuníamos, el Mar de Aral como digo, existía en algún remoto lugar situado al este, en Asia; en el resto del mundo para que nos entendiésemos. Y el resto del mundo situado al este de donde estábamos, Asia, según Boris pertenecía prácticamente en su totalidad a ese enorme país que era el suyo, la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), donde ahora sufrían el problema de la progresiva desecación del Mar de Aral; problema que solo alguien que poseyera la sabiduría de su padre podría solucionar. Y aquel era el motivo por el que el gobierno de los rusos, la URSS entonces, estaba dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva con el físico disidente que, finalmente, porque sobre todo era un patriota, había aceptado el reto de solucionar el problema del Mar de Aral, un mar interior de agua dulce, perdido en lo que por entonces como digo era la Unión Soviética y ahora comparten dos de sus exrepúblicas: Kazajistán y Uzbekistán. Insistía Boris en lo que, probablemente a través del aparato propagandístico desplegado para recuperar a su padre, había sido aleccionado: hay que salvar el último gran mar de agua dulce que existe en el planeta, que además se encuentra en la URSS… Aquello del «último gran mar de agua dulce» no era cierto, como posiblemente no lo serían las razones, por las que el padre de Boris aceptaba volver a su país con toda la familia. De hecho, tiempo más tarde, cuando Boris hacía mucho que se había marchado, llegamos a semejantes conclusiones, durante uno de los encuentros que los amigos continuábamos manteniendo en nuestra sede callejera del Mar de Aral. Lo más probable, convinimos en lo que pretendía significar un memorándum final, es que el padre de Boris y por lo tanto él mismo, fueran espías del KGB, que al haber sido desenmascarados, deberían huir precipitadamente de nuestro país. Semejante hipótesis nos mantuvo ocupados durante muchos meses, sobre todo, porque quienes por fin hicimos la excursión a Barajas aquel día, fuimos testigos de cierto hecho que no nos dejaría indiferentes.
Digamos que tras la revelación de Boris y las explicaciones pertinentes, acerca del modo en que su padre le había explicado se proponía evitar la desecación del Mar de Aral, por fin conseguimos concretar el plan que nos ocupaba y que no era otro que ir caminando hasta Barajas. Lo haríamos el sábado, quedaban cuatro días. Calculamos que si salíamos temprano, marchando a buen paso, podríamos llegar en menos de dos horas al aeropuerto, donde pasaríamos un rato entretenido, viendo aterrizar y despegar aquellos grandes reactores que, como aquel que dice, conectaban Hortaleza con el resto del mundo. Nos llevaríamos unos bocadillos para recuperar fuerzas y poco después del mediodía haríamos el camino de regreso, para estar de vuelta en nuestras casas a la hora de comer. Todos estuvimos de acuerdo, salvo Boris, que se limitó a decir que ignoraba si podría acompañarnos. Aquella fue la última vez que lo vi, bueno, en realidad la penúltima…
Como siempre acaece en este tipo de iniciativas, sucedió que fallaron más de la mitad de los expedicionarios; lamenté mucho que uno de ellos fuera Boris.
Finalmente fuimos cuatro los que, tal y como habíamos acordado, a las nueve de la mañana de aquel sábado, nos encaminamos con paso decidido hacia el puente que superaba la línea de tren antes referida. El sol hacía un buen rato que se elevaba sobre el cielo, marcando el camino del este que es el que debíamos seguir. Sin más contratiempos superamos la Casa de la Viuda, el pinar, el campo de olivos… Hasta que por fin llegamos al pueblo de Barajas, desde el que, guiados por el trazado de los aviones en sus aterrizajes o despegues, no nos resultó complicado acceder al aeropuerto y tras algunos rodeos, dar con el enorme mirador, desde el que podía admirarse a una distancia relativamente corta, el trajín de los aviones procedentes del resto del mundo.
Apoyados en la barandilla, comiendo nuestros bocadillos, llevábamos un buen rato con la vista clavada en el espectáculo, cuando de pronto sucedió algo que nos dejó perplejos. Señalar que en aquel entonces, al menos en Barajas, no existía aquello de los pasillos móviles, por los que desde el mismo interior del aeropuerto se accede a las aeronaves; nada de eso, en aquella época, los pasajeros, o bien eran trasportados hasta las escalerillas del avión en una especie de autobuses articulados (en los que todos los chavales deseábamos montar), o por el contrario quienes iban a tomar el avión, lo hacían caminando desde las instalaciones aeroportuarias hasta los pies del aeroplano. Y contemplando atentos uno de aquellos grupos de pasajeros estábamos, cuando de pronto, entre la fila de gente a punto de embarcar en un avión situado cerca de nosotros reconocimos a Boris, nuestro amigo ruso. Al momento nos pusimos a dar voces llamando su atención y entonces él, que nos había escuchado, se giró y agitó los brazos saludándonos.
–¡Eh, Boris! –Grité– ¿Ya te vas a lo del Mar de…? –Y justo ahí, consciente de que estaba a punto de quebrantar un juramento, guardé silencio.
Un hombretón grande que iba al lado de Boris, supuse que sería su padre, se inclinó sobre él y lo interpeló. Resultó evidente que a Boris le incomodaba la situación, que daba explicaciones y que al hombretón aquéllas no le resultaban convincentes, incluso llegó a zarandearlo. Por fin, Boris añadió algo que no pudimos escuchar, mientras señalaba insistente hacia el barrio de Hortaleza; el hombretón pareció calmarse un tanto. Supuse que Boris intentaba explicar que éramos amigos de la calle Mar de Aral, algo así. Sin embargo, el hombretón ya no permitió que nuestro amigo interactuase con nosotros, situándose a su espalda, le obligó a caminar hasta las escalerillas situadas a los pies del avión, las ascendieron deprisa y enseguida desaparecieron tras la puerta ante la que permanecía apostada una azafata. Y esta fue la última vez que vi a Boris.
Por lo que ha ocurrido después con el Mar de Aral, la pretendida estrategia del padre de Boris para salvarlo no tuvo mucho éxito. O eso, o que mi amigo nos había contado un cuento y por lo tanto era cierto que la suya era una familia de espías.
Y en lo que a mí respecta, algunos años más tarde efectivamente emprendería mi particular viaje, que me llevaría a un lugar localizado allende los límites de Hortaleza, vamos, en lo que para mi grupo de amigos significaba el resto del mundo, aunque este lugar al que me refiero, resultase muchísimo más próximo, que la distancia que separa el barrio de Hortaleza del Mar de Aral, al que supuestamente fue a parar mi amigo, el espía ruso.
Bonito relato, yo también residí durante varios años en ese barrio, es posible incluso que fuéramos coetáneos, aunque yo no tuve la fortuna de vivir esas aventuras con rusos incluidos, lo mio fue más parecido a Archipiélago Gulag -por supuesto salvando las distancias-.
Joe Pura, hay qué ver lo distinto que puede ser un lugar para uno dependiendo de las circunstancias. Por cierto, espero que en tu Gulag particular no te dieran de comer los cachopos que me comí en cierto lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, porque me sentó como un tiro… jajaja.
E.J.