movimiento continuo

Un «tornillo de agua» ideado por Robert Fludd en 1618, máquina de movimiento perpetuo en un grabado en madera de 1660. Pese a que el invento nunca funcionaría, se ideó como un posible intento de emplear una de esas máquinas para operar piedras de moler. (Fuente WIKIPEDIA)

          Paul Moeller van den Bruk, empresario próximo al nazismo, familiar lejano del ideólogo ultranacionalista alemán Arthur Moeller van der Bruk, escritor que fue traductor de Fiódor DostoyevskiGustave Flaubert, era uno de los principales financiadores de la explotación y traslado del wolframio español a Alemania, nación que en aquellos prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, nos hallamos a finales de la década de los treinta del s XX, estaba muy necesitada de dicho metal indispensable para el blindaje de sus todopoderosos tanques y también, para proporcionar mayor eficacia destructiva a los proyectiles de gran calibre que fabricaba a toda prisa. El negocio, como es natural, no solo enriquecía el orgullo ultranacionalista de Paul Moeller van den Bruk, sino que además estaba proporcionándole muy buenos dividendos. Mas resulta, y aquí entramos en el meollo de esta ficción que solo lo es hasta cierto punto, que como las ambiciones de Moeller van der Bruk jamás estaban ahítas, cuando fue informado del asunto al que quizá en otras circunstancias no hubiese prestado la menor atención, el empresario, poseedor como es natural en la estirpe a la que pertenecía de perspectiva de futuro, por si la inversión en la inminente guerra fracasaba y debía abrirse otros caminos, atendió a la coyuntura de aceptar el novedoso negocio que se le proponía. Aunque también quepa la posibilidad, de que las presiones del todo poderoso Partido Nazi jugasen su papel, por lo que Moeller no opuso resistencia, al ser emplazado para involucrarse en lo que se le esbozó de manera un tanto confusa vía telefónica y que acabó despertando (de forma fingida como se adelanta) su atención.

Cierta mañana del año de 1937 en que Moeller, preocupado por el futuro de sus minas de wolframio situadas en España, se había desplazado al país cuyas circunstancias históricas lo tenían relegado desde hacía décadas a un segundo nivel internacional y a una crisis económica y social permanente que desembocó en la contienda donde se dibujaba un incierto desenlace, el empresario recibió la llamada de teléfono de Josef Hans Lazar, encargado de la propaganda nazi en España, al que tuvo que atender por el interés personal, por las exigencia del partido o por ambas circunstancias.

La conversación entre estas personas no ha trascendido, pero sí su contexto y contenido.

Extrañado e incomodado Moeller por la intromisión de Josef Hans, de quien poseía inquietantes informes acerca de lo siniestro de su persona y sobre todo de lo peligroso que resultaba no llevarse bien con él, no tuvo más remedio que claudicar ante su extraña petición. Tras interesarse Hans por los negocios del empresario en España y escuchar por boca de este el motivo de su presencia en la península, que no era otro que el de coordinar y agilizar el transporte de un mineral que tan vital resultaba para Alemania, Josef Hans subrayó en un tono paternalista (que molesto sobremanera a Moeller) que todo aquello estaba muy bien, que no descuidase su negocio pues era negocio del país, pero que ahora existían otros asuntos que exigían su compromiso patriótico; a Moeller se le había encomendado desde Alemania una importante misión, consistente en hacerse partícipe y financiador de un nuevo proyecto que, de salir bien, podía potenciar de manera exponencial el poder armamentístico de Alemania, ¡Heil Hitler!…

Simulando un interés que en realidad no tenía, Moeller preguntó a Hans de qué trataba aquella importante misión y entonces el encargado de Propaganda Nazi le habló de un tal Ekkehard Tertsch, colaborador y periodista desplazado en Madrid, que le había insistido en el asunto que incumbía a un personaje, un inventor español, cuyo trabajo no debían pasar por alto. Este individuo, al que solo nombraremos con su apodo, el Vinitos, aseguraba haber solucionado el problema del movimiento continuo o sin fin aplicable a máquinas y motores, lo que en sí podía significar un paso definitivo hacia la ansiada «solución final», o cuando menos a conseguir un parche que solventase el problema del escaso carburante de que disponía Alemania.

Al escuchar aquello del movimiento sin fin Moeller no pudo reprimir una carcajada, pues el empresario no tenía un pelo de tonto y poseía una sólida formación técnica. No le cabía duda de que el tan manido asunto del movimiento continuo era una patraña, un ideal absurdo, una ensoñación perseguida desde siempre por una humanidad, que durante el llamado por muchos siglo de los inventores (el XIX), había intentado por medio de pseudocientíficos, visionarios varios e inventores aficionados, solucionar un principio en el que naturalmente todos habían fracasado. Aquello simplemente era imposible, la física lo tenía más que demostrado: cualquier impulso proporcionado a un cuerpo mediante un empuje inicial posee una duración finita. Decididamente Moeller creía en la ciencia y por eso no estaba dispuesto a dejarse involucrar en semejante patraña lo dijese quien lo dijese; o tal vez sí, todo dependía de quién impartiese las órdenes.

La carcajada de Moeller no gustó en absoluto a Josef Hans, que tras pedir explicaciones en tono agriado al empresario acerca del porqué le había hecho tanta gracia lo que acababa de decirle, y tras el incómodo silencio que a continuación se produjo (Moeller se pensó muy mucho exponer a las claras lo estúpido de la revelación de Hans y no dijo nada), el responsable de la propaganda nazi en Madrid se limitó a decirle a Moeller que se desplazase de inmediato a la capital española, donde debería contactar con el ya nombrado Ekkehard Tertsch, que a su vez le facilitaría un encuentro con el supuesto inventor español. El partido no aceptaba una negativa por parte de Moeller, subrayó Hans, desde Alemania se le había indicado que el asunto del movimiento continuo era prioritario y no debían escatimarse medios en lo concerniente a su viabilidad y posible financiación; sobraba añadir que este tema de la financiación le había sido asignado a Paul Moeller; el afectado captó el mensaje. Tras las instrucciones Josef Hans se limitó a cortar la comunicación y Moeller a maldecir a Hans y al Partido Nazi al que él mismo pertenecía, pero en silencio.

Tres días después, no sin dificultades, pues el frente de guerra sitiaba a un Madrid acosado por el bando sublevado, Moeller consiguió infiltrarse tras las líneas enemigas con la intención de entrevistarse con Tertsch, que tal y como se le había indicado estaba esperando su llegada, operando desde un lugar secreto situado en el corazón de la capital de España, circunstancia esta que le proporcionaba una sobresaliente reputación, siendo considerado poco menos que un héroe en Alemania. Pero como muy pronto Moeller constataría tal reputación era inmerecida; lo que se cuenta a continuación así se lo hizo pensar a Moeller, pues la labor informativa de Tertsch en su opinión quedaba en entredicho. La tan valorada actividad del periodista por la causa de la Alemania nazi y el bando sublevado, ni mucho menos constituía información de primera mano, acerca de lo que ocurría dentro de un Madrid que aguantaba el asedio nacionalista. Cuál sería la sorpresa de Moeller, al enterarse de que Tertsch llevaba tiempo fuera de la ciudad y se hallaba cómodamente instalado en la hasta cierto punto segura localidad de Alcalá de Henares, desde la que ejercía su pretendida labor informativa. Moeller se preguntó entonces, acerca de la clase de testimonios que estaría suministrando aquel individuo a sus superiores y se emplazó para, llegado el momento oportuno, cuestionar lo fidedigno del cometido de Tertsch, poniendo en conocimiento de quien fuese la, para él, anómala circunstancia. Estaba seguro de que en Berlín e incluso dentro del Partido Nazi, hallaría personas afectas a su punto de vista negativo con respecto a Tertsch y sobre todo en lo que concernía al detestable Hans, que le había involucrado en el poco apetecible asunto del movimiento sin fin; asunto aquel de cuya viabilidad ni uno y otro de sus compatriotas debía tener pajolera idea; aunque tal vez existiesen otros motivos, pensó de pronto Moeller… ¿Por qué se involucraba a alguien como él en tamaña absurdez? Aquella pregunta se le quedó rondando en la cabeza y ya no le abandonaría mientras el negocio de marras continuó salpicándole.

Abandonar Madrid fue más complicado que entrar; la artillería republicana protegía los accesos desde la Carretera de Zaragoza, que era la que debía tomar para llegar a Alcalá de Henares. Finalmente consiguió escapar del cerco por una mal vigilada carretera de Toledo y dando un considerable rodeo alcanzó Arganda del Rey, para desde allí ser conducido por los destacamentos y avanzadillas del «ejército nacional», que poco a poco se iban haciendo con las localidades del Páramo Alcarreño cercanas al curso del Henares. Así, por fin pudo acceder a la histórica ciudad que estaba en manos de los nacionalistas.

No le costó mucho localizar a su contacto. Tertsch se alojaba en el Gran Hotel Cervantes (ya desaparecido; en la actualidad este edificio, que perteneció al colegio Santo Tomás, es sede de la Sociedad de Condueños de la Universidad, además de albergar dependencias del centro universitario), un por entonces más que respetable establecimiento hostelero, cuyas habitaciones disponían de calefacción, agua caliente, teléfono…

Decir que Moeller y Tertsch desde el primer momento no se cayeron bien huelga, pero el empresario era una persona pragmática y estaba en la ciudad cervantina para lo que estaba, o al menos para aparentarlo, así es que tras el primer intercambio de saludos y formalismos, Moeller pidió al periodista nazi que le pusiera al tanto del asunto del movimiento sin fin inventado por el paisano de la ciudad, al que además deseaba conocer cuanto antes.

Pero Tertsch, que no se dejaba manejar así como así, contestó a Moeller con un áspero «cada cosa a su tiempo». Por otra parte, el inventor, el tal Vinitos, había fallecido y su hijo, conocido como Vinci y también por el apelativo de el Rojo, depositario del invento, llevaba una temporada exigiendo una serie de atenciones destinadas a perfeccionar el legado de su padre; atenciones aquellas que de no ser complacidas y pactadas documentalmente, provocarían que Vinci se cerrara en banda; así se lo había advertido a Tertsch un día antes. Ya que el óptimo funcionamiento del motor de movimiento sin fin dependía de una serie de ajustes, que solo al hijo del fallecido inventor parecían haberle sido revelados, este exigía la formalización de un contrato en el que se especificase un canon regular que debería cobrar. Hasta entonces, la financiación del invento había sido sufragada por una empresa de motores eléctricos de capital alemán, que mantuvo talleres ya clausurados en la ciudad del Henares. La financiación consistía en proporcionar herramientas e imanes al inventor, además de algún dinero que de vez en cuando se le entregaba. Tertsch aseguró a Moeller, que el motor de movimiento continuo venía demostrando su eficacia funcional, desde que su creador lo pusiese en marcha por primera vez allá a principios del siglo XX, y que siempre pretendió vender su patente a quien estimaba debía ser vendida, gente de su ideología fascista… Moeller continuó sin creer en todo lo que se le contaba, pero guardó silencio.

En efecto, la empresa de motores eléctricos de capital alemán que sufragaba los gastos del inventor había desaparecido y como muy pronto el propio Moeller averiguó, el Vinitos no gozaba de ningún crédito, era conocido en la pequeña ciudad como frecuentador de cantinas, bares y garitos, lugares en que gastaba su «financiación alemana», un dinero exiguo aquel, que no le alcanzaba para sus vicios y que complementaba con la picaresca empleada con los turistas, a los que abordaba como guía para sacarles algún dinero extra. Así había sobrevivido el singular personaje hasta su fallecimiento, ocurrido en fecha reciente a causa de una curda, del frío y la humedad, pues una mañana apareció tirado en un callejón apestando a vinazo. A partir de entonces su hijo se aprestó a tomar las riendas de un negocio familiar, del que pretendía obtener rédito dotándolo de formalidad. Y aquí radicaba la involucración de Moeller en el asunto de marras, pues mientras la empresa alemana sufragó los gastos del motor de movimiento sin fin la cosa se mantuvo ahí, digamos en una incertidumbre que ni a una parte ni a otra incomodaba; total, si había algo de verdad en aquello del movimiento continuo Alemania acabaría sacando beneficio. Lo de los elementos requeridos para perfeccionar el invento: unas pocas poleas, imanes y algunas herramientas, poco importaba, el gasto era ridículo y Josef Hans se había dejado convencer por Tertsch para continuar financiando el dudoso proyecto. Es decir, a Tertsch se le ocurrió la idea de buscar un empresario patrio, a Hans le había parecido apropiada tal idea y Moeller había sido el elegido para hacerse cargo del pequeño dispendio que requiriesen las exigencias del hijo del inventor; además, y de aquello no se enteraría el empresario, manteniéndolo alejado de las explotaciones de sus minas de wolframio, se pospondrían los conflictos financieros que en los últimos tiempos venían produciéndose al respecto a causa de los escasos beneficios que, según demandaba Moeller, acabaría por hacer anti rentable semejante negocio para él; Moeller incluso se había atrevido a dar un ultimátum al propio Partido Nazi, si no se revisaba al alza el contrato de producción. Y aquello no había gustado.

Fuera como fuere, quizá con promesas de que su demanda iba a ser atendida, Moeller se dejó engatusar, accedió a desplazarse hasta Madrid y a hacerse cargo del asunto del movimiento continuo; pero muy pronto, en cuanto se le empezaron a concretar los detalles que incluía el incómodo asuntillo, el empresario montó en cólera y estuvo a punto de abofetear in situ a Tertsch mandándolo literalmente a la mierda; no le cabía duda de que el invento de aquel tipo era absurdo y que haberle atraído hasta donde estaba encerraba intenciones ocultas. Mas Tertsch tenía muy claro su cometido y no retrocediendo un ápice, incluso exigió que allí y en aquel momento el empresario debería acceder a hacerse cargo de los gastos que generase el invento si no quería echarse encima al partido… Moeller apenas contuvo su ira, no estaba dispuesto a ceder así como así, exigió explicaciones acerca del porqué de la condición que se le pretendía imponer. Entonces Tertsch no lo dudo, torciendo el gesto subrayó que recibía instrucciones de su superior, Josef Hans, quien en caso de no ser informado favorablemente acerca del transcurso de aquel encuentro, pondría en manos del partido lo concerniente a la concesión de la explotación de las minas de wolframio de las que hasta entonces Moeller se beneficiaba. Así y no de otra manera se actuaría en caso de una negativa por parte del empresario… El periodista se quedó mirando a Moeller con una sonrisa hueca dibujada en su frío rostro y el empresario nazi digirió el ultimátum como pudo. Encogiéndose de hombros preguntó por la cantidad que tendría que pagar de manera periódica a aquel español «espabilado». Tal cantidad no era ni mucho menos desorbitante, la prudencia le aconsejó seguir el juego a su compatriota y al partido. De inmediato extendió un primer pagaré en la cafetería del hotel donde estaba reunido con Tertsch y los dos alemanes redactaron un contrato de compromiso con el hijo del inventor que implicase a unos y otros. Una vez hecha copia en español, que el propio Tertsch se encargó de traducir, Moeller exigió al periodista que le llevase a ver al depositario del supuesto invento, quería conocer el negocio en que se le acababa de meter.

Encontraron a Vinci el Rojo, hijo del Vinitos, en el taller de cerrajería que la familia regentaba en la calle llamada de las Vaqueras. Vinci era un tipo alto y enjuto que les recibió con reticencia, pues aunque procuraba ocultarlo, era conocida en la ciudad su afiliación anarco-sindicalista, totalmente contraria a la de su padre. El único motivo por el que se puede decir colaboraba con los alemanes, es que aquellos representaban una fuente de ingresos, que tal y como estaba el cambio de moneda y la situación de carestía provocada por la guerra española, resultaba vital para la familia; Vinci el Rojo estaba casado y tenía varios vástagos a los que alimentar.

Tertsch hizo las presentaciones y también de intérprete, pues Moeller apenas sabía español. Tras entregarle el contrato por el que se comprometía a seguir financiando el invento de su progenitor, el empresario alemán pidió ver aquel. El Rojo les condujo a una dependencia, un cuartucho pequeño invadido por la humedad, donde guardaba algunas herramientas de precisión como les dijo; era el lugar donde tenía la máquina de movimiento sin fin.

Tertsch no debía tener ni puñetera idea de mecánica y mucho menos de los principios de magnetización y de histéresis (tendencia de un material a conservar una propiedad en ausencia del estímulo que la ha generado), pero en cuanto Moeller tuvo delante aquel artilugio que constaba de unas cuantas poleas de diferente diámetro, muelles, cadenas que ajustaban en ruedas dentadas que a su vez accionaban árboles de levas desmultiplicadores en un vaivén… constante, movimiento al que obligaba el efecto de unos potentes imanes, cuando como se dice Moeller vio aquello, tuvo que hacer un esfuerzo por no echarse a reír, el pragmatismo una vez más le indicaba que era mejor disimular, además no quería ofender a el Rojo, el tipo le había caído simpático, todo lo contrario que su compatriota. Pero el engendro maquinal que contemplaban sus ojos no era más que un cacharro que, por encontrarle alguna utilidad, como mucho podría servir para emplearse en una de aquellas atracciones que tan de moda se habían puesto por Europa en tiempos de la ilustración y posteriores, aunque ya desde el renacimiento se viniesen construyendo distintos tipos de «autómatas», movidos mediante mecanismos de relojería y similares; los carrillones de campanas con autómatas móviles eran muy estimados en su país y por las ferias de todo el continente podían encontrarse artilugios móviles más o menos afortunados y curiosos.

Por la razón que fuera aquel tipo, Vinci el Rojo, como se dice había despertado las simpatías de Paul Moeller, puede que también influyese la prudencia como igualmente se dice, pero una vez visto el invento, el empresario simuló satisfacción y animó al Rojo para que siguiese trabajando en el proyecto de su padre, prometiéndole que él se haría cargo de la financiación mientras circunstancias insalvables no lo impidiesen; en el subconsciente de Moeller ya rondaba la premonición del futuro desmoronamiento alemán. Ekkehard Tertsch se sintió complacido por el resultado de su gestión y enseguida propuso a su compatriota dar un paseo turístico por la ciudad para admirar sus monumentos singulares. Entre otros, visitaron el Archivo General Central ubicado en el antiguo Palacio Arzobispal de la ciudad. A Moeller puede que le deslumbrase aquel edificio, que contenía muchísima información documental, recogida por los prohombres que habían levantado un gran imperio, hombres desde su punto de vista ahora aletargados, pero por los que corría sangre germánica, la misma sangre que pretendía hacerse con las riendas que aspiraba a manejar el mundo. Al fin y al cabo, se dijo Moeller, puede que no fuese tan descabellado financiar o al menos mantener la ilusión, de aquel usufructuario de una máquina tan absolutamente inservible como la que se le acababa de mostrar, el tal Vinci seguro que sería una persona habilidosa con las herramientas de metal y el progreso siempre estaba necesitado de gente así. En resumidas cuentas, Moeller decidió jugar su papel hasta las últimas consecuencias y antes de despedirse se comprometió una vez más ante el periodista nazi: cumpliría con la responsabilidad patriótica que se le había encomendado; la máquina del alcalaíno, afirmó, podía ser viable. Invitó al periodista a que pusiese en conocimiento de su superior y el partido su visita y su parecer; en un futuro cercano desplazaría hasta la ciudad madrileña a algunos de sus ingenieros especializados en electromecánica, para que realizasen un estudio profundo del mecanismo inventado por el Vinitos. Por fin, cuando no le cupo duda de que Tertsch estaba convencido de lo que había dicho y por lo tanto su negocio de la extracción y comercialización de wolframio no corría peligro de ser intervenido, Moeller se quitó de en medio.

A Vinci el Rojo le fueron las cosas medianamente bien durante una temporada, el trabajo no abundaba, pero la financiación que recibía de Paul Moeller desde Alemania llegaba con absoluta puntualidad cada mes. La Guerra Civil española acabó y comenzó la Segunda Guerra Mundial y durante algún tiempo, mientras al ejército alemán también le fue bien, su economía no se resintió, la familia de Vinci el Rojo se mantuvo a flote. Pero lo bueno en casa del necesitado ya se sabe, dura poco y las cosas acabaron torciéndose, primero porque a el Rojo los fascistas lo encarcelaron y luego porque su familia dejó de percibir el dinero con el que se pretendía financiar el perfeccionamiento del invento de su padre.

El Rojo había intentado huir de la ciudad en una moto ensamblada por él mismo, pero los fascistas lo tenían vigilado y por lo que se ha sabido, fue atropellado por quienes lo perseguían en un camión y luego trasladado a la cárcel con una pierna rota. Allí dibujó los planos y detalló en un memorando el modo de hacer funcionar la máquina de movimiento sin fin; todo ello lo escondió en el vendaje que se le aplicó en la pierna fracturada. Más tarde, facilitó esta información a su esposa durante la última visita que se le permitió hacer a su marido encarcelado. A Vinci el Rojo no le cabía duda de que lo iban a fusilar, por eso, dijo a su mujer dónde había ocultado los planos y el memorando de la máquina de movimiento sin fin; luego, cuando lo matasen y enterrasen, ella debería acudir al cementerio, desenterrarlo y recuperar la documentación. En su legítima y apurada ingenuidad, el Rojo afirmó que gracias a ello la familia podría vivir con holgura.

Esta historia se cierra de una manera un tanto cruel para unos y anecdótica o cuando menos caprichosa para otros, intentemos resumirla:

Años después de la Guerra Civil Española, la viuda de Vinci el Rojo, el hijo del inventor de la supuesta máquina de movimiento sin fin, se deshizo del molesto artilugio que no hacía más que estorbar en casa y que bajo su criterio no valía para nada; la máquina fue vendida a un chatarrero, que pagó lo suficiente a la viuda como para que esta proveyese a su depauperada despensa con algún extra.

El Rojo fue desenterrado tal y como él mismo había pedido para que pudieran recuperarse los planos y memorando del invento de su padre, pero no fue su esposa la que satisfizo su petición, esta quizá no confiase en la validez del invento, ateniéndonos a su modo de actuar con la venta del aparato e incluso pensase que aquel solo le había ocasionado desgracias. El caso es que fue el biznieto del inventor, Vinci II, el que por fin acometió la ingrata tarea cuarenta años más tarde. Para entonces, de los planos no quedaba ni rastro; una bala alojada en el cráneo del fusilado y un par de ellas más encontradas entre la osamenta, otorgaban veracidad a la muerte violenta de este personaje curioso de nuestra historia, que hasta el último momento había confiado en la validez de un invento que, paradójicamente, otro Vinci que no era su nieto, el da Vinci del renacimiento, había demostrado inviable ya en el s XVI. Añadir que en los años ochenta del s XX, la prensa local de Alcalá de Henares se hizo eco del invento de el Vinitos.

Por lo demás, indicar que todos los actores que aparecen en este cuento guardan relación con la historia, salvo el supuesto pariente de Arthur Moeller van den Bruk, Paul Moeller, el empresario alemán que pretendidamente explotaba las minas de wolframio; por lo tanto su visita a la ciudad de Alcalá de Henares jamás se produjo.

Tanto Josef Hans Lazar y Ekkehard Tertsch fueron individuos pertenecientes o próximos al Partido Nazi, donde ocuparon puestos de responsabilidad y compromiso dentro del aparato propagandístico de la causa, un compromiso aquel que a ambos los hizo pasar por España, país en el que colaborarían con el Régimen Franquista; de hecho Ekkehard Tertsch (1906-1989) acabó quedándose en España. Su hijo, es el político afiliado a Vox Hermann Tertsch.

Por desgracia, el final de Vinci el Rojo debió parecerse bastante a lo contado y también es posiblemente cierto, que a su padre de alguna manera se le estuvo financiando el desarrollo de su invento por parte de Alemania. La historia de la humanidad resulta singular y caprichosa en sus detalles, pues con frecuencia, hechos, recurrencias y personajes se entrecruzan y mezclan en circunstancias que inevitablemente sugieren un movimiento sin fin.

8-1-2023       

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