miércoles, 11 de diciembre de 2013
¿PAPÁ, INDURAIN EXISTE?
Ocurrió durante una de tantas crisis económicas. Por entonces, me hallaba sumido en la ingente tarea de sacar adelante a mi recién constituida familia y la cosa no me iba precisamente bien; añadir que la familia la componíamos mi compañera, nuestras dos pequeñas hijas, una gata y yo. Soy de esa generación de españoles (a lo peor demasiados españoles somos de “esa generación”), a la que le tocó en suerte buscarse el sustento cuando peor pintaba la cosa, o como mínimo, cuando la cosa pintaba mal, bastante mal, pintaba tan mal como lo han sido, pintados, nunca mejor dicho, esos cuadros abstractos cuyo autor nos exige ver lo que sólo él ve, o lo que los demás no somos capaces de ver, que para el caso es lo mismo.
Pero como decía, por aquellos años mis dos hijas eran muy pequeñas, la menor apenas un bebé, y la otra, que fue precoz en eso de cobrar conciencia del lugar que se ocupa en el mundo, una parlanchina, que no hacía más que interrogarme acerca de la veracidad de ciertas noticias, que pillaba al vuelo en los informativos, en lo que oía hablar a sus mayores, en el colegio… Vamos, lo común cuando los horizontes de la infancia, se nos abren de pronto hacia todas partes de manera incontrolable. Ella, mi hija mayor, poseía incipientes algunas de las características más singulares de nuestra especie, como lo son la curiosidad, el tesón y la capacidad de ilusionarse. Mi pareja y yo, intentábamos procurar coherencia y estabilidad económica al conjunto familiar, que era lo que estimábamos básico para la correcta formación de nuestros retoños.
Ni que decir tiene, que agarrarme a cualquier trabajo guardaba estrecha relación con lo señalado anteriormente. El trabajo estable era mi caballo de batalla; no olvidemos que, como decía más arriba, el tiempo al que me refiero discurría bajo los condicionantes de una crisis económica.
De los estudios completados en la universidad, los míos, ni rastro; quiero decir, que cuando me enfrentaba a una posible oferta laboral, mejor no señalar que lo era, universitario. En más de una ocasión, se me había dicho que no me daban el puesto de turno, porque con semejante nivel académico si me salía una cosa mejor… Pues eso, servidor chitón. De primeras, cuanto más roma dibujase mi formación más posibilidades tenía. Creo que en la actualidad, dicha estrategia ha quedado obsoleta; los tiempos cambian y las crisis económicas se adaptan al ciclo de turno; atenazan más. Resulta que ahora, muchos desempleados son universitarios, saben idiomas, poseen cursos de postgrado…
El caso es que yo, por entonces al menos tenía algo, un puestecito de supervisor en una empresa de servicios y un sueldo que viene a ser lo que hoy definiría el neologismo: un mileurista de perfil bajo; un desastre de la época, vamos.
Pero llegaron aquellos primeros años de los noventa y a nuestra jodienda de patria, a nuestra españolidad despilfarradora de genio mal entendido, de gestas desproporcionadas, y mal entendidas, de éxitos, mal entendidos, y de un largo etcétera de malos entendimientos y sometimiento del paisanaje, acudió en su auxilio el que, para mí, ha sido el mejor ciclista de todos los tiempos, con el permiso de los mejores ciclistas de todos los tiempos. Me estoy refiriendo a Miguel Indurain, aquel navarro grande, soseras y callado que así, como el que no quiere la cosa, nos robó siestas que compensó con ilusiones, las tardes de aquellos veranos en que se empeñaba en subir cuestas, al ritmo de la cabeza tractora del tráiler al que siempre me recordó, precediendo a la estela de los saltamontes escaladores que, hasta entonces, eran los primeros ciclistas que solían superar las grandes etapas de montaña del Tour de Francia, que es la más importante carrera ciclista del mundo, a pesar de los pesares, que acumula unos cuantos.
El caso es que el mocetón Indurain, a un servidor le impresionaba y admiraba a partes iguales. Como ciclista era un fenómeno, pero un fenómeno natural; quiero decir con esto, que en cualquier terreno, en cualquier circunstancia y cuando le convenía, él pedaleaba, pedaleaba… y los demás se iban quedando atrás, así de simple. Eso, de la manera en que Indurain lo hacía, no lo ha hecho nadie en el mundo del ciclismo, que yo sepa, y si el gran navarro no se prodigó más en semejante despliegue de clase, fue, creo, por una razón muy simple y es que Indurain no era un competidor egoísta, que viene a ser como decir que no representaba al perfil del campeón, y afino un poco más, no nos representaba como españoles, estos tipos rudos, puñeteros, fanfarrones y despilfarradores de sus logros, que con frecuencia hemos sido la gente que pulula a lo largo y ancho de la antigua provincia de Roma.
Así y con todo, uno, o sea yo, procuraba no perderme cada sobremesa las gestas de mi ídolo, aunque a posteriori, semejante empacho de campeonísimo, provocase que regresara del trabajo, con la conciencia de ser una especie de gregario ciclista, que es ese señor que se infla a dar pedales como el que más, pero que siempre llega el último, y en ocasiones incluso fuera de control.
En justicia, he de señalar que Indurain no era el culpable de mi frustración; entonces, como ahora (creo que los españoles hemos avanzado poco, en aquello que afecta a la parte más negativa de nuestro carácter aludido más arriba), era frecuente andar sometidos a un jefe con una formación, en todos los aspectos, no muy por encima de la nuestra (en bastantes ocasiones muy por debajo…), pero con más mala uva y, eso sí, con una decidida vocación por el garrotazo y tente tieso; otra de las singularidades que definen la españolidad.
Raro era el día, que regresaba del trabajo sin la sensación agarrada a la tripa, de que aquél había sido el último como privilegiado asalariado y por lo tanto, con la incertidumbre de no poder afrontar en un futuro cercano, las deudas que menoscababan mi paupérrima cuenta del banco. Y lo que todavía era peor, con el regusto maligno de la amenazadora espada de Damocles en forma de jefe de turno, aquel mismo que, desde primera hora de la mañana, porfiaba con la cantinela de que como aquello no comenzara a enderezarse, muy pronto más de uno nos iríamos a la calle. Yo, por supuesto, me esforzaba para que “aquello se enderezase”, o al menos no se torciera más, que venía a ser igual; o puede que no, pero da lo mismo.
Un día, cuando nuestro campeón había ganado todo lo que se podía ganar, pero por partida doble, triple… y más; nada que ver con los anteriores campeones hispanos, los del hachazo, el demarraje, los descensos a tumba abierta, o las paradas de leyenda para tomarse un descanso; un día como digo, ese día en que el gran Miguel Indurain pasó de ser un campeón más, a cohabitar con los grandes héroes del Olimpo, y dijo de la manera más sencilla y natural que hasta allí había llegado, que se volvía a casa, mi hija mayor, que de ciclismo sabía lo que me había oído a mí y poco más, o sea no mucho, me planteó la gran cuestión. Acababa de recogerla de la escuela infantil (por cierto que éstas y al paso que vamos también pronto serán leyenda), cuando me soltó a bocajarro la siguiente pregunta: ¿Papá, Indurain existe?
De primeras me quedé un tanto desconcertado. Luego, toda vez que mi hija continuó insistiendo con su pregunta, procuré armar una respuesta convincente. ¡Claro!; dije. ¿Es qué no lo has visto en la tele? Y entonces apostillé vehemente, que Indurain no sólo existía, sino que era un gran ciclista, el mejor y, aunque no lo conocía personalmente, seguro que una gran persona.
Mi hija se quedó pensativa y como no decía nada, quise indagar acerca de su repentino interés por mi ídolo en el deporte de las dos ruedas. Me interesé en el porqué de su pregunta. Su contestación fue categórica: es que en mi cole, los mayores dicen que ese que vemos por la tele no puede ser de verdad, que Indurain no existe, que es demasiado perfecto, como un juego de la “play o la peesepe”…
Me dejó perplejo. Junté algunos cabos y luego reflexioné:
Al bueno de Indurain, se le había apodado de una manera que quizá fuese la causa de que, tal y como yo lo entendía, al llegar a sus oídos, al asociarlo mi hija con la imagen televisiva del ciclista y a los comentarios que había captado aquí y allá, hubiesen actuado deformando la realidad de su perspectiva infantil. En otra dimensión; concluí, les venía sucediendo a tantos otros españolitos, que a fuerza de escuchar el sonsonete de turno, acaban por creerse lo que se les quiera hacer que se crean.
Aclarar, que en el mundillo ciclista, a Indurain se le tildaba de “extraterrestre y marciano”. Definición, a priori, tan alejada de su inmensa humanidad, como identificada parecía estarlo con aquellos epítetos que lo emparentaban con lo quimérico y sobrenatural; señas de identidad tan pacatas como efectivas, cuando se trata de plantar oposición a lo real, a lo terrenal, o cuando lo real no convence o simplemente incomoda porque vende poco. Y es que nuestra idiosincrasia es así, tendente a encomendarse al milagro y la superchería, y restadora de los genuinos méritos de lo auténtico, del esfuerzo, ya sea colectivo o personal, que acaece sobre el suelo que pisamos cada día.
Yo, que siempre he andado peleado con la aludida mentalidad (y puede que excesivo), entendía que cuando a Indurain se le llamaba de aquéllas y otras maneras parecidas, de alguna forma se nos estaba negando al conjunto de los españolitos la capacidad de ilusionarnos por lo verdadero, por lo que existe, por lo material si se prefiere, por todo aquello en definitiva que es de este mundo…, por lo que podemos llegar a alcanzar con el tesón bien entendido… Vamos, que intuía que en el caso aludido, como en tantos, se nos estaba dando el cambiazo, que para los que manejan el cotarro no valía un tipo normal, que el meritorio tenía que ser un extraterrestre, o lo que es igual, una especie de muñequito virtual manifestándose en la piel de un deportista.
¡Pues no, no y no! Los héroes virtuales, algunos héroes virtuales no existen… ¡O sí?
Pobres nosotros, los atávicos, los rudos, los puñeteros, fanfarrones y despilfarradores de nuestros propios logros; me dije.
Estoy seguro, de que Indurain jamás pretendió aquello, lo de ser un extraterrestre y menos que se le considerase un héroe virtual, un ser fantástico; pero resulta que acceder al Olimpo conlleva ciertos inconvenientes; al menos si se es español.
Por fin, intenté explicar a mi hija lo que debería argumentar a cuantos le dijesen que Indurain no existía, pero como me di cuenta de que mis torpes explicaciones acabarían confundiéndola un poco más, acabé por, valiéndome de una pequeña treta, dejarle claro que Indurain sí existía.
A ver querida hijita; dije, ¿tú tienes ilusiones, verdad? ¡Claro papá, tengo muchas ilusiones! Respondió. Lo ves, pues lo mismo que tú, las ha tenido Indurain; sin ilusiones jamás hubiese ganado lo que ha ganado. Sin ilusiones y con mucho esfuerzo -subrayé esto último-. Lo que pasa, y esto es la prueba de su existencia, de que es alguien como tú y como yo, es que un día se sintió tan satisfecho, que decidió que en adelante le tocaba disfrutar de sus logros. Puede que a partir de ahí algunos no lo entendiesen y por eso lo confunden con un juego virtual. Pero ¿a ti te parece correcto que alguien quiera disfrutar de sus éxitos, verdad?…
La mente de mi hija, era lo bastante maleable, como para que la pequeña abstracción le resultase suficiente. Espero, no obstante, que ya de mayor y cada vez que se le plantee un dilema parecido, a su vez se responda con la reflexión correcta, que en el presente caso, vendría a afirmar algo así como que jamás se debe renunciar a las aspiraciones personales, si éstas son lícitas, que merece la pena fijarse metas, que ello nos obligará a esforzarnos, que el esfuerzo y el tesón son puntales de la esencia de la vida; esencia de la que es lícito y debemos aprender a disfrutar, y que algunos, los que no entienden de esencias, los menos sutiles, ignoran su existencia. Debemos porfiar para que esto no nos suceda.
Enrique Javier de Lara 5-12-2012
Publicado en VUELTA A LA SULTANA
Mi apreciado Enrique, creo que inaguro los comentarios en tu blog, dicho esto y con el privilegio que me adjudico a mi misma por ser pionera, me atrevo a pedirte varias cosas a saber:
– Que incluyas una pestañita u lo que sea para seguirte y que cada nueva entrada y comentario me llegue al correo con lo que este al día de «tus cosas».
– Que constestes a los comentarios ( al menos a los mios) así sabré si te importan y que te parecen.
Por último decirte que me ha gustado mucho tu relato y que:
jamás se debe renunciar a las aspiraciones personales, si éstas son lícitas, que merece la pena fijarse metas, que ello nos obligará a esforzarnos, que el esfuerzo y el tesón son puntales de la esencia de la vida; esencia de la que es lícito y debemos aprender a disfrutar, y que algunos, los que no entienden de esencias, los menos sutiles, ignoran su existencia. Debemos porfiar para que esto no nos suceda.
Un abrazo.
Pura.
Muchas gracias Valdivia.
Sí, eres la «inauguradora» de este blog que habrá que ir puliendo y alimentando como sea. Contestada quedas, lo de la pestañita que me comentas no acabo de pillarlo… ¿Dónde pongo la pestañita y cómo se hace para poner pestañitas? Hasta ahora conocía lo de poner ojitos, pero lo de pestañita es nuevo para mí. Hablaré con el técnico no obstante para que me asesore.
Abrazos.
E.J.
PD. Por cierto, que como me confieso analfabeto en este ámbito, tengo que decir que he recibido otros dos comentarios a parte del tuyo (uno antes que el tuyo) en inglés, pero me da a mí que son spam o enlaces publicitarios, así es que definitivamente eres la primera.
Vuelvo a dejar un comentario, para comprobar que me avisa de los comentarios.
Pues a mí por lo menos me sale que has dejado el comentario…