AMALUBA
3º CLASIFICADO EN “LA VENTANA INVENTADA”. 1er. PREMIO “LO VIVES, LO CUENTAS” DE RELATOS SOLIDARIOS DE LA FUNDACIÓN JUAN BONALD 2009.
“A Miguelito, que andará por allí…”
Han transcurrido dos meses desde mi incorporación al proyecto. Nuestra misión pretende prestar cobertura sanitaria a la región. Ambicioso y optimista objetivo con el que afrontamos el día a día, pues tan solo somos dos médicos, cuatro enfermeras y diez monjas para doscientos kilómetros cuadrados…
Suena el despertador. Todavía es de noche. Percibo a las criaturas del bosque ahí, merodeando cerca de los chamizos y barracones que hacen las veces de campamento base. Las dependencias se encuentran lo suficientemente separadas unas de otras, como para que en el trayecto al cuarto de baño o a cualquier otra edificación (el término es generoso, ya digo), te puedas encontrar desde una víbora tan mortal como insignificante, hasta con la rata que aquella acaba de morder, una mangosta oportunista, o incluso un búfalo despistado. Entonces te refugias en el retrete o la cocina para hallar un camaleón enroscado en la botella del agua potable, una cucaracha del tamaño de una zapatilla flotando en el fondo de la letrina…
¡Esto es África! Dice Jones, el otro médico; me digo insuflándome ánimos, cada vez que me topo con cualquier animalito singular que me mira con ojillos maliciosos.
La corriente del río es tan parsimoniosa como constante; esto es África… Además de mí, en la canoa viaja una enfermera, dos monjitas sanitarias y quienes se ocupan de mantener la embarcación a flote, otros dos ayudantes autóctonos; llevan rato hablando en Swahili, la lengua común entre la vorágine de más de doscientas existentes en la zona. No sé, pero aunque apenas entiendo quince o veinte palabras entre unas y otras, o sea nada, percibo nerviosismo en su conversación. Por fin decido preguntar y Ngunwe, uno de los ayudantes, me responde: kapò. Y hace una señal con la mano como para indicar una masa en movimiento debajo del agua; interpreto que se trata de un hipopótamo. No me hace gracia pensar en la posibilidad de que nos crucemos en el camino de uno de estos bichos, por eso procuro distraerme contemplando la fronda de ribera. Inmensos árboles, que surgen desde lo más profundo del lecho fluvial, se disputan un hueco en el abigarrado espacio aéreo. Algunos me resultan familiares; los hay con hojas del tamaño de sombrillas. Muchos exhiben tortuosos troncos, que con frecuencia han sido apresados por voraces epifitas y otros, en fin, poseen frutos carnosos, polimorfos, multicolores… Incluso he creído localizar un ejemplar de dudosa taxonomía, una especie de sauce hiperdesarrollado que me tiene fascinado.
Cuando Ngunwe se percata de mi interés por la botánica señala un árbol diciendo: ití mutí, a lo que yo respondo con un agradecido ¡ah! Y luego, para salir de dudas, señalo a otro árbol distinto y él responde otra vez: ití mutí y después con otro diferente: ití mutí, ití mutí… Porque árbol, cualquier árbol se dice ití mutí y a continuación su apellido: ití mutí chambwémbe… o lo que es lo mismo: mango. Amaluba (¡qué bonito!) es flor y umwémbe, fruta de mango… Entonces Ngunwe se echa a reír, reímos todos, y así, conseguimos hacer más llevadero nuestro singular itinerario fluvial hasta la aldea Lubumbashi; lugar donde debemos asistir a una parturienta.
Por fin arribamos a una ensenada llena de niños semidesnudos. El poblado se corresponde con una aldea africana tal y como las recreaba mi imaginación infantil, o cualquier película de Tarzán; en el siglo veintiuno, corroboro que aquéllas en verdad existían.
Hasta el inestable embarcadero acuden a hacernos los honores el jefe del poblado, dos de sus mujeres (la más anciana y la favorita), el gran hechicero, que por razones obvias acoge mi presencia con rechazo, algunos de los guerreros principales y toda la cohorte de chiquillos que no para de relamerse y gritar: ¡Muashíbu kéni! ¡Muashíbu kéni! Y que, en contra de mis sospechas iniciales, no están diciendo ¡qué rico! ¡qué rico! sino ¡buenos días! ¡buenos días! Aprendo que debo responder: eamukwái. Que no tiene traducción, pero es lo que procede en estos casos.
El jefe, tomándonos por los antebrazos, nos zarandea con reiterada efusión, hasta que, acabado el protocolo, somos guiados a la Gran Choza o in-hánda. Allí se encuentra la parturienta, su cuarta esposa.
Con más esfuerzo del esperado conseguimos que salga todo el mundo. La criatura viene de nalgas.
Afuera se escucha a las mujeres y al hechicero que no para de porfiar. Por el tono empleado no debe concedernos ninguna confianza. Cuando los gritos de la parturienta suben en intensidad, el comportamiento del hechicero se transforma en amenazas aderezadas con saltos rituales. Pero yo sigo a lo mío… Se me viene a la cabeza el recuerdo de las guardias en el hospital de Guadalajara recién terminada la carrera, el sofoco que me producía la llegaba de cualquier ambulancia, enfrentarme a la dura realidad del médico bisoño. Ahora, por motivos bien distintos, siento parecido desamparo atendiendo a una parturienta en lo más recóndito del África Ecuatorial… La ambulancia entra con la sirena puesta… ¡El berrido del hechicero! Regreso de mi abstracción.
La muchacha ha dejado de gritar, la relajación serena su semblante. La criatura, una niña, está sana. Todo ha salido bien pese a las dificultades. Las monjitas acaban eficazmente su tarea y doy permiso para que entre un par de mujeres de la aldea. El jefe, con una sonrisa de oreja a oreja, asoma la cabeza. Me hace señas para que salga de la choza. Le hago caso. Del hechicero ni rastro (circunstancia que, para qué negarlo, me satisface). A continuación sucede algo inesperado. El poblado al completo esta allí afuera reunido, aguardando, y al verme prorrumpe en vítores. Se me pone la carne de gallina. Ningún acontecimiento de mi vida puede compararse a la emoción que experimento. Ngunwe aclara que muestran su agradecimiento: toatotéla mukwái (muchas gracias). No encuentro otro modo de devolver la cortesía que haciendo una reverencia, lo que ocasiona un gran jolgorio, pues para ellos, al parecer, significa una especie de compromiso por mi parte, con su pueblo y con la recién nacida. Mas confirmarles esto no es necesario, mi compromiso estaba adoptado antes de entrar en la choza; mucho antes de llegar hasta ellos en la canoa con la que en breve volveremos a remontar el río. El jefe me hace prometer que asistiré al primer cumpleaños de su vigésimo novena hija, mi ahijada…
Cuando Ngunwe explica que me corresponde el honor de poner nombre a la recién nacida, además de por el hecho de traer al mundo a quien el destino había deparado no nacer (al parecer ésta era la tesis defendida por el hechicero), porque soy su segundo padre, su padrino por decisión del jefe, no me puedo negar. Medito un instante rebuscando en mi exiguo léxico africano y enseguida digo: Amaluba… Eso es: flor. Amaluba.
Enrique Javier de Lara
Alcalá de Henares 12–2005
Un relato lleno de poesía o acaso una poesía repleta de realidad.
Menos mal que en este caso has reflejado la parte más bella de la labor solidaría a la que no hay más remedio que sumarse,( si nos queda un ápice de sensibilidad para con nuestros congéneres) en este mundo que habitamos tan injusto y desigual,con el peso de crueldad que ello conlleva.
Me ha gustado Amaluba.
Bueno, nada hubiera escrito, si no hubiese sido por ese ejemplo con el que nos regalan algunas personas que tenemos cerca y que con su comportamiento marcan el camino de lo que de verdad está bien hecho, de la solidaridad, de la entrega…, todas esas cosas de las que tan poco entienden quienes poseen capacidad para erradicar la miseria.
Un placer y un honor compartir con mi modesta contribución.
E.J.
La poesía se puede encontrar en cualquier rincón, en cualquier momento… pero qué pena que en la mayoría de las ocasiones sea tan difícil de hallar. Pero cuando la encuentras, es el motor de tu vida.
Sé que aquellos años que te pasaste de aquí para allá fueron de pleno compromiso tuyo, y complicados. Antitéticas las circunstancias para la poesía cuando lo que se requiere es la labor de médicos comprometidos como tú. Hace tiempo que escribí esto, pero recuerdos todos aquellos correos tuyos contándonos las peripecias y sí, reconozco que pretendí buscar el lado amable, que de las miserias ya sabíamos.
Un abrazo.
E.J.