A OTRO HOMBRE
RELATO PUBLICADO POR LA REVISTA BARCAROLA QUE APARECE EN SU NÚMERO 79-80 en mayo de 2013.
Mi vida nunca tuvo eso que se puede definir como grandes emociones; por no tener no ha tenido ni alegrías propiamente dichas; tampoco tristezas. Mi vida es una situación que me ha venido dada, una inconcreción, una abstracción que no me despierta esa gratitud que, gracias al código genético, se supone debiera haber heredado; no, jamás he sentido algo semejante a la gratitud y espero no llegar a sentirlo.
No he conocido a mis padres y, que yo sepa, tampoco he sido querido o amado por alguien; por lo tanto, carezco de otro supuesto sentimiento atribuible a las personas: el de la correspondencia afectiva. No tener familia es una ventaja; es librarse de cargas que con frecuencia resultan incómodas.
Pero creo que aún soy capaz de ir más allá. Sí, pienso que mi vida, como todas las vidas, es mera anécdota. El matiz entre unas y otras vidas (para mí), radica en la satisfacción o insatisfacción de sentirse vivo que cada cual experimente. Yo, sin considerarme un desgraciado, sé que he ido mutando en un individuo insatisfecho hasta el extremo…, desarraigado sería la definición apropiada. En fin, que me he retrotraído en mi propia inanidad, que me he resignado, y que me trae sin cuidado cuanto me rodea. No tengo horizontes, ni anhelos, ni ilusiones, ni nada de nada; no lo necesito. Digamos, que la existencia me ha enseñado desde el primer momento a vivir sin expectativas, y estoy plenamente adaptado a ello.
Tengo un trabajo, un modesto trabajo del que no merece la pena dar muchos detalles; un trabajo que me permite subsistir sin sobresaltos y con cierta holgura. Se trata de un trabajo adaptado a mi romo horizonte, a mis nulas ambiciones y del que, como único devengo a mi favor, sólo puedo decir que, en su momento, me lo procuré yo mismo. No fue excesivamente difícil: superar un par de ejercicios psicotécnicos, una prueba de máquina, otra de informática básica, salir airoso de una entrevista personal y…, bueno, luego elegí destino; aquí al lado, muy cerca de casa.
Voy andando al trabajo, sí; entro a las ocho de la mañana. Durante la jornada procuro entretenerme lo menos posible con los compañeros; no me gusta relacionarme con ellos. Hace años, sé que llegué a gustarle a una chica que se sentaba dos mesas a mi derecha, se llamaba Adela; no me gusta ese nombre. Rodrigo, el que se sentaba dos mesas a mi izquierda, estaba enamoriscado de ella, no paraba de farfullarme lo buena que estaba. Ella no le hacía ni puñetero caso. Para mi gusto, Adela estaba excesivamente delgada. No me gustan las mujeres excesivamente delgadas, no me suelen gustar las mujeres. No soy homosexual. Un día, Adela me invitó a cenar y yo la rechacé con hosquedad. Lo zanjé así: le dije que no me agradaba relacionarme con los compañeros. Tampoco fuera de las horas de trabajo.
Suelo navegar por internet en cuanto la cola de gente desaparece de delante de mi mesa; hacia el mediodía más o menos. Casi siempre visito los mismos lugares. Me gustan las páginas de contactos; me desenvuelvo bien en ellas; mis intervenciones ocurrentes hacen que caiga simpático. De vez en cuando alguna tía me entra y propone quedar. Una vez que lo consigo, lo de que me propongan quedar, deja de interesarme esa persona. En cierta ocasión lo que me entró fue un transexual. No me gustan los bujarrones. Quería que lo hiciéramos, darme por culo, o que le diese yo a él. Me dieron ganas de hacerlo, de quedar, pero para darle de hostias; puede que también para sodomizarlo. Al final no lo hice, lo darle por culo, no me gustan los maricones, pero quedé con él y le di de hostias.
A las tres regreso a casa. Algunas veces me detengo a comer en un bar que hay en mi misma calle. La comida es pésima. Jamás me dirige la palabra más de lo estrictamente necesario, ni el tipo que lleva el establecimiento, un mastodonte cejijunto, aspecto descuidado y modales groseros, ni la que supongo es su mujer, una gordezuela de mofletes sonrosados y descomunales tetas que se bambolean con su caminar de antropoide. Dicen los científicos, que la convivencia hace que las parejas acaben semejándose. Nunca me dirigen la palabra, y yo se lo agradezco, y por eso, les correspondo acudiendo con periodicidad a su asqueroso establecimiento.
En ocasiones también cocino; de hecho me agrada hacerlo. Las labores cotidianas de la casa siempre me gustaron: fregar los cacharros, tender la ropa, quitar el polvo, cocinar… y, por supuesto, mantener mis cosas ordenadas; eso ante todo.
Luego, por la tarde, me entretengo con cualquier cosa. Aficiono contemplar a los transeúntes; me gusta. Lo hago protegido por los visillos de los balcones que dan a la calle. Casi nunca pasa gente que me llame verdaderamente la atención, pero es una buena manera de consumir el asqueroso tiempo. A otros les da por ver la televisión, por pasear, por pelar pipas y dar de comer a las repugnantes palomas, por ir al cine, por salir a tomar copas, por leer… No me gusta ninguna de estas cosas; en realidad, a mí lo que me va, y no demasiado, es escribir. Comúnmente lo hago en relación con lo que veo y me rodea, pero como lo que veo y me rodea no me interesa, acabo poco de lo que empiezo a redactar, la verdad. ¡Bah! No importa. La mayoría no son más que banales impresiones, naderías.
Por la noche procuro acostarme pronto. Algunas veces entro en internet después de lavarme los dientes; a las páginas de contactos, como siempre… He aprendido ciertos trucos para detectar a las calentorras; sí, esas que por lo general acaban poniéndote la webcam y enseñándote las tetas o lo que haga falta. Es cuestión de saber trabajarlas, y yo casi soy un experto en la materia. Si la cosa es rápida, me hago una paja y luego corto. Suelo dormir bien por las noches. Me levanto a las siete, como siempre, y vuelta a empezar. De lunes a viernes es todo lo mismo. Me gusta la rutina, por eso los fines de semana es cuando más me suelo aburrir.
Así ha venido sucediendo durante todos estos años y, la verdad, confiaba en que nada cambiara; pero lo ha hecho.
Las únicas cartas que recibo desde que tengo uso de razón son las del banco, las de los recibos: el de la luz, el agua, los de las pólizas de seguro; las de “esos premios” en metálico o en especias que debo recoger previa entrevista a concertar telefónicamente, y se acabo. Bueno, publicidad también, de eso a mantas…
Pero, como decía, lo ha hecho, las circunstancias han cambiado. La primera impresión ha sido instantánea: me he sentido agredido. He recibido una carta que no es ni del banco, ni es un recibo, ni es de un premio imposible… Ni tan siquiera es de un inesperado familiar que ha aparecido de repente con intención de testar a mi favor, no, nada de eso. Mi carta, la carta que he recibido, en rigor tampoco es una carta para mí, puesto que se trata de un sobre que no tiene escrito nombre alguno; tampoco dirección, ni remitente. Sólo dos cosas coinciden con respecto a mi domicilio, el número de la calle y el código postal.
Al principio ni me he percatado, venia entre el resto del correo, ha pasado desapercibida. Luego, mientras comía, me he puesto a abrir sobres (tengo esa costumbre) y es cuando la he visto. He dudado, pero al final me ha podido la curiosidad… me ha podido y tal vez me ha perdido. Voy a procurar aclarar el porqué de lo que digo.
He abierto la carta, he examinado el contenido y la he arrojado a la basura. En su interior había una sola hoja de papel en blanco.
Los problemas han venido después; quiero decir al día siguiente. Cuando he llegado a casa y he vuelto a recoger el correo allí estaba otra vez. No podía ser, pero allí estaba otra vez la carta “a otro hombre”… La he abierto apresuradamente. Ahora, la hoja de papel contenía unos párrafos. Lo que he leído ha provocado que se me erizara el vello del cuerpo. Esas líneas mecanografiadas me han sonado familiares. ¿Dónde lo he leído antes?… y, de pronto, me doy cuenta de lo que sucede. ¡El texto reproduce una reflexión mía! El comienzo de mi relato:
“Mi vida nunca tuvo eso que se puede definir como grandes emociones; por no tener no ha tenido ni alegrías propiamente dichas; tampoco tristezas. Mi vida es una situación que me ha venido dada, una inconcreción, una abstracción…”
He recapacitado. He pensado en el asunto, he decidido ponerme a buscar al destinatario de la carta. He razonado que debía ser alguien que vive en mi zona por aquello del código postal y el número…
No he tenido éxito y ahora ya no estoy tan seguro de que lo que hago tenga sentido. Mira que llevo recorridas calles, entrado en portales, preguntado por otros hombres que… No, creo que no debería haberlo hecho; no debería haber abierto la dichosa carta; no debería haber tirado a la basura la primera carta, ninguna de las cartas… pero ya es tarde. Me jode haberme metido en esta incertidumbre. Tengo una sensación inquietante; es como si avanzara por el interior de un túnel cilíndrico que traza una espiral, desde fuera hacia dentro… Esto es lo peor de todo, sentir que voy desde afuera hacia adentro, hacia un final, hacia un desenlace.
Cuando regreso a casa cada día, luego de enlazar trabajo con mis infructuosas búsquedas, encuentro el mismo sobre, u otro idéntico a los anteriores, que para el caso sería lo mismo. Lo abro…, ya es una rutina, una constante, un párrafo más, un pasaje de mi helicoidal cotidianeidad. Cito:
“Sí, pienso que mi vida, como todas las vidas, es mera anécdota. El matiz entre unas y otras vidas (para mí), radica en la satisfacción o insatisfacción de sentirse vivo que cada cual experimente.”
He decido intensificar mis pesquisas en busca del destinatario de la carta, necesito quitarme de encima este asunto. Es tal la obsesión que voy acumulando, que se me ha pasado por la cabeza hasta mudarme de casa; pero luego recapacito y pienso que quizá tampoco sea la solución correcta, que si después volviera a recibir las mismas cartas en mi nuevo domicilio… ¡uf! No, no quiero ni pensarlo. La solución pues, pasa inevitablemente por encontrar a ese otro hombre y entregarle la maldita carta, para que quede bien claro que no puedo ser yo…, ¿quién? ¿qué? ¿Yo, ese otro hombre?
Sigo recibiendo cartas cada día, sigo leyendo otros párrafos… Ya no me cabe duda, ese otro hombre… ¡¿Cómo voy a ser yo, joder?!
Lo que dice la carta me resulta familiar, cotidiano, mío:
“Voy andando al trabajo, sí; entro a las ocho de la mañana. Durante la jornada procuro entretenerme lo menos posible con los compañeros; no me gusta relacionarme con ellos.”
Han transcurrido varios meses. Sin éxito. He recorrido de arriba abajo mi calle, las adyacentes, todo el distrito… nada.
He solicitado el disfrute de las vacaciones para la primavera, quiero dedicarlas a patear la ciudad; después, si aún no consigo nada…
“A las tres regreso a casa. Algunas veces me detengo a comer en un bar que hay en mi misma calle. La comida es pésima. Jamás me dirige la palabra más de lo estrictamente necesario, ni el tipo que lleva el establecimiento, un mastodonte cejijunto,…”
Y en la siguiente:
“Luego, por la tarde, me entretengo con cualquier cosa. Aficiono contemplar a los transeúntes; me gusta mucho.”
Y en otra más:
“Por la noche procuro acostarme pronto. Algunas veces entro en internet después de lavarme los dientes; a las páginas de contactos, como siempre…”
Busco a otro hombre…, y me pregunto: ¿dónde demonios está ese otro hombre? ¿Cómo es posible que algo tan insignificante como una carta pueda cambiar la vida de una persona? Mi vida.
He fracasado. Luego de haber accedido, de manera directa o indirecta, a cerca de la mitad de los vecinos de mi ciudad estoy como al principio. Más que el periodo vacacional, lo que necesitaría es una excedencia para poder dedicarme en exclusiva a solucionar este asunto. Me lo estoy planteando, a medida que compruebo que el contenido de la maldita carta se transforma en un espejo de mi existencia me lo estoy planteando. Y ¡no estoy dispuesto a!… ¿Cómo se puede no estar dispuesto a?… ¿a qué? ¿A ser acosado por mi propia existencia?
“Las únicas cartas que recibo desde que tengo uso de razón son las del banco, las de los recibos: el de la luz, el agua, los de las pólizas de seguro;…”
No estoy dispuesto a… Pero no acierto a dar con la solución.
Cuando hoy he vuelto a casa había una nueva carta; esa carta que durante todo este tiempo vengo pensado va dirigida a otro hombre. Enseguida me he dado cuenta de que el sentido de ésta era distinto; es como si el túnel en espiral, inexorable, se cerrara estrangulándome. Estoy llegando al final.
“Mi carta, la carta que he recibido, en rigor tampoco es una carta para mí, puesto que se trata de un sobre que no tiene escrito nombre alguno, ni dirección, ni remitente… sólo coinciden dos cosas con respecto a mi domicilio, el número de la calle y el código postal.”
Creo que mañana no iré a trabajar; me quedaré aguardando la llegada del cartero o de quien sea y le diré que deje de depositar en mi buzón las malditas cartas, que yo no soy ese otro hombre. ¿Cómo no se me había ocurrido antes hacer esto?
He dormido hasta bien entrada la mañana. Ni siquiera me he molestado en desayunar, no me apetecía. Simplemente, me he lavado la cara, he tomado una hoja en blanco del escritorio y la he guardado en un sobre en el que he apuntado, como siempre, los números de mi calle y del código postal. Luego he bajado y he echado el sobre en el buzón de casa. Después he subido y he pasado el resto del día plácidamente, sin sobresaltos. Siento que me he quitado un peso de encima, que ya no tengo esa agobiante necesidad de encontrar al otro hombre. Incluso, por la tarde, he obrado como tantas veces, he vigilado a los transeúntes desde detrás de los visillos.
También he estado navegando por internet. He descubierto una nueva página de fotos porno. Me ha relajado, me ha hecho dormir bien. Por la mañana me he levantado como nuevo y me he ido a trabajar como si tal cosa. He comido en el bar del mastodonte y después me he venido a casa directo. He abierto el buzón de casa. La sangre se me ha helado en las venas; esta vez, no solamente he hallado mi sobre entre las cartas del banco y las de los recibos. Había otro idéntico. Los he recogido temblando y he subido a casa, pero no he podido entrar, alguien ha cambiado la cerradura de la puerta.
…A continuación, he abierto uno de los sobres idénticos y leído lo que decía la hoja de papel que contenía. Enseguida la he vuelto a guardar, abierto el otro y leído el papel… Y después he hecho un último intento de franquear la puerta de casa y como no lo he conseguido, me he marchado; creo que para siempre.
Enrique Javier de Lara
Alcalá de Henares 8/2007 según idea original de 10/1994
A otro Enrique Javier:
Te comento desde un cibercafe. No he podido entrar en mi casa, alguien ha debido cambiar la cerradura.
¡Me ha gustado !
Un abrazo
Gracias Pura. Estás a punto de ascender al máximo nivel de entre todos aquéllos que frecuentan estos primeros pasos de mi blog. Tu respuesta me ha encantado, conecta directamente con «ese hombre ignorado». Quién sabe, ya que los dos os habéis quedado fuera quizá si hacéis por conoceros…
Abrazos.
E.J.
Es horrible tener espejos.
Y quedarse fuera de casa como le sucedió a cierta lectora que me ha dejado un comentario por ahí… Jejeje.
Otro abrazo.
E.J.
Hola Enrique, soy sobrina de Pura. Me ha gustado mucho tu relato. Me parece muy original y con un punto de suspense inquietante. Te seguiré leyendo!
Gracias Cristina y bienvenida a mi «Geografía de…» Procuraré ir dando forma a este nuevo blog para manteneros enganchados… jejeje
E.J