Una vez más ha ocurrido. La noche bien entrada, los niños dormidos. Mi marido hace rato se ha marchado al bar, con esos amigotes que me desagradan tanto como él; me dejo adormecer por un programa indeterminado del televisor, aguardando a que llegue la ansiada llamada; siempre es el día de mi cumpleaños, a esta hora en que, quiero suponer, sabes que me encuentro sola. Es tu regalo, lo sé, lo anhelo. Ha transcurrido justamente un año desde la llamada anterior y… No, nada de concesiones a la moralidad, nada remordimientos, ¡nada de haber procurado olvidarte! Eres mi único asidero, el único estímulo desde que mi esposo salió de mi existencia y yo de la suya que, para qué vamos a darle vueltas, sucedió enseguida, en cuanto su vulgaridad pasó a ocupar la primera línea de su atención y nuestros hijos crecieron un poco y yo recuperé tu aletargada memoria, porque ocurrió lo de aquella primera llamada.
Suena el teléfono. Al segundo «sí» que se queda sin respuesta ya no me cabe duda, sé que se trata de tu llamada. Podría haber sido la del otro, el borracho de mi marido, al que encima le dan accesos de celos y le gusta controlarme. Yo no sé que se pensará; o sí, que soy suya.
Pero no, no soy suya y quien llama eres tú, y entonces y como siempre también, viene lo del mudo recordatorio: dos respiraciones que se sincronizan, dos vidas distantes que se funden en el éter de una misma emoción, y el silencio que acontece es, quizá, nuestro fruto malogrado, una efímera ilusión, que en cada aniversario rememora lo que hace tiempo quedó atrás y permanece justo ahí, en tierra de nadie.
Recupero de golpe el jaculatorio instante de aquella última ocasión en que nos tocamos, en que nos hablamos, en que nos miramos, en que merodeé tu cuerpo… Esto jamás voy a olvidarlo. Diez años han transcurrido desde aquello, diez años. Y siempre tú en cada uno de ellos al otro lado del auricular.
Apuro esta fugaz proximidad, pronta a diluirse en mi triste situación… De la tuya nada sé. Se tensa el instante como una goma elástica a punto de romperse, y de lastimar nuestros oídos con su violento chasquido, y ya siento el regreso a ese vacío que embebe mi cotidianeidad y mis circunstancias. Mas existe algo, ese algo que me digo consolándome cada vez, una señal que me indica que aún estamos a tiempo de… Bueno, no sé muy bien de qué estamos a tiempo, pero ello constituye un asidero, endeble, pero un asidero me repito.
Asidero que consiste en imaginar aquellos planes que pormenorizaste con premura y que nos afectaban. Me agradaría sobremanera, oírte decir lo de la ilusión compartida, lo de «todo lo mío es para ti, pero ¿y lo tuyo?». Me mirabas inquisitivo, esperando una respuesta que nunca llegaba. Sé que sufrías, porque no podías evitar decir todo aquello y porque como yo estaba casada con otro hombre, no iba a hacer concesiones, negaría la correspondencia que tú demandabas. Y así llegó nuestro último encuentro, ese último encuentro en que admití haber trazado una línea que jamás traspasaría. Era mentira, lo improvisé sobre la marcha, no existía tal línea divisoria.
Sí, era cierto, me sentía acobardada por la educación recibida, basada en la obediencia y la sumisión, pero también, pensando que eras joven, que lo tenías todo al alcance de la mano. Con despecho dijiste lo del pasaje de avión que te llevaría hacia un destino difuso, donde te aguardaba un trabajo igualmente difuso; bien remunerado al cabo, suficiente para los dos, para los cuatro contando con mis hijos… Aquella ingenuidad tuya todavía me enternece. No lo decías, no hacía falta, pero lo tuyo era una huida hacia adelante. ¿Hiciste bien? Posiblemente sí…, o quizá no. En el último momento insististe: que sabías en qué consiste la felicidad. Yo no te pedí que me lo explicases, me daba miedo… Aunque no, no era exactamente eso, también conocía el secreto de la felicidad. Te amaba, no te lo dije jamás, debías partir sin equipaje, con poco equipaje, era lo mejor.
Luego, durante estos diez años, he sido infeliz y dichosa; a un tiempo. Como sólo se puede ser cuando se vive alimentada por la ilusión inalcanzada, esa que me reporta a una llamada de teléfono, nuestro puntual reencuentro. Me pregunto si lo mío no es puro masoquismo, o si por el contrario represento un ejemplo de anónima heroína; prudente madre que piensa en su progenie y se resigna a imaginar lo que pudo ser.
Y ahora, escribo esta torpe misiva, que precisamente titulo «Anónima Heroína». Nunca he conseguido exteriorizar mis emociones (es un error) y mucho menos la pasión (otro error aun mayor), pero por si el año próximo, como me propongo, reuniera agallas para leerte estas líneas cuando llames, desde ya quiero que sepas que sólo se trata de un preámbulo, que todavía tengo guardadas tantas y tantas cosas que deseo hablar contigo…
Aunque no sé, puede que cuando llegue el momento decida dejarlo para el año siguiente.
Demasiado largo. Si hubieras cortado en el primer punto del segundo párrafo me habría gustado.
Me gusta.
Gracias «Anónimo» y Pura; pedían, más o menos, esa extensión en un certamen. Salud.
E.J.