LA HORA DEL CAFÉ

Se trata de un «donnadie», de un borrachín, de un colgado, vete tú saber a causa de qué sustancia, que ha hecho suyo este barrio. Hacerlo, frecuentar un barrio (sobre todo para gente como esta) tiene sus ventajas, al final las caras nos resultan familiares y aunque nos ignoremos los unos a los otros, parece que lo habitual es un factor de convivencia, de una convivencia obligada, eso sí. El donnadie al que me refiero a mí no me ignora; tiene sus razones. Coincidimos por la mañana, cuando hago un descanso en la oficina y salgo a tomar café. Desde dentro del bar lo veo escudriñar a través de la cristalera. Cuando me localiza, acomodado en el lugar que acostumbro hojeando el periódico, se dirige a la puerta y espera a que salga.
Una vez estoy en la calle, se me coloca delante y me hace el gesto de pedir tabaco, y yo le doy un par de cigarros, y él vuelve a extender la mano para que también le entregue unas monedas, y a veces se las doy y otras le contesto que no moviendo la cabeza. Jamás insiste, siempre se da la vuelta y se larga con el mismo trotecillo cansino.

Hoy, como todas las mañanas, he acudido al bar y abierto el periódico por donde acostumbro, reconozco que tengo mis manías. Al ver su fotografía allí, he mirado inmediatamente hacia afuera, a la puerta donde me espera y claro, no está. Colecciono nombres de personas que han dejado de fumar. He recortado su foto y añadido un comentario: «El donnadie de la hora del café».

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