Sucede, que personas conocedoras de la miseria o sus derivados, saben aprovechar las oportunidades que les brinda la existencia y yo, un huérfano que de su pasado apenas conserva imágenes difusas de un sol implacable, de hambruna y de una larga caminata que me llevó siendo niño muy lejos de casa, pertenezco a dicho grupo.
De mis tutores, las personas que me adoptaron, sólo puedo referir bondades, ellos me proporcionaron educación y una formación que aproveché al máximo como apunto más arriba. Pero para ellos, espero me disculpen, no tengo espacio en este relato.
Soy médico. Cuando mi trabajo en la sanidad pública lo permite, colaboro con una organización humanitaria, que lucha por erradicar ciertas enfermedades endémicas en la región conocida como “Arco del Níger”, en Mali. La legendaria Tombuctú es nuestra base de operaciones. Deseo señalar que Mali, nación rica en recursos, ocupa el número veinticuatro del mundo en extensión geográfica y de las últimas en cuanto a pobreza de sus habitantes se refiere. África es puntera en este dudoso honor del desequilibrio ecuménico.
El segundo año que me desplacé a la región ocurrieron los hechos de mi relato y el motivo de mi total compromiso con el “Arco del Níger”.
Mi grupo de trabajo tuvo que adentrarse en el desierto. Una serie de aldeas estaban siendo diezmadas por las epidemias. El panorama que encontramos fue desalentador. La gente vivía en condiciones miserables. Las enfermedades transmitidas por cierto artrópodo que se oculta en las chozas y de ahí infecta a los humanos, se habían cebado con los grupos de población más débiles: niños y ancianos.
La expedición incluía dos médicos, varias enfermeras y personal auxiliar, además de conductores y escoltas. Todo un lujo, como oí que le decía en francés, un delegado del gobierno al representante de aquella gente miserable. Nos dejaron hacer que era lo importante.
Me tocó en suerte una cabaña, que al igual que el resto, constituía una amalgama de hojalatas, madera y diversos materiales, que en nuestro mundo occidental sólo serviría para alimentar vertederos. Cualquier intento de hacer comprender a sus moradores, que lo más saludable era destruir las chozas para levantar otras nuevas, hasta a mí me pareció chistoso ¿Cómo se puede escapar de la miseria cuando quien la padece no tiene acceso más que a más miseria?
La temperatura interior apenas se diferenciaba de la exterior; nos encontrábamos en el Sahel. El aire seco y ardiente, enredado en corrientes que formaban torbellinos capaces de levantar enormes polvaredas, se precipitaba traicionero sobre todo bicho viviente. Era su modo machacón de reivindicar lo que aquellos parajes no habían dejado de ser durante siglos, una ruta de caravanas salvaje y agreste, que conectaba la orilla africana del Mediterráneo con el remoto centro y sur del continente.
Había tres personas en la choza: una niña y un niño de aproximadamente diez años de edad y una anciana. Mediante un examen preliminar comprobé que los niños estaban afectados, sobre todo, por una severa desnutrición y posiblemente por el cólera; lo de la anciana era distinto, o lo mismo, pero con el agravante de no tener solución, se estaba muriendo. Le tomé el pulso, la ausculté, le examine su artrítico cuerpo consumido; le quedaba poco, constaté. Emitió algún gemido al contacto de mi fonendoscopio y se dejó hacer. Cuando estaba a punto de incorporarme del jergón que ocupaba, la anciana abrió los ojos y escrutándome con cara de sorpresa murmuró: Ozumbu.
Pregunté a un intérprete por el significado de la palabra y me contestó que se trataba de un nombre propio; por allí había algunos que se llamaban así.
Realicé una evaluación del estado de los enfermos. Conseguimos convencer al delegado del gobierno sobre la necesidad de evacuación. El funcionario impuso sus condiciones: mi organización asumiría el coste del tratamiento de los afectados; además, su número quedaba limitado a las plazas que permitieran los vehículos. «Mis dos niños» fueron incluidos en el grupo. También decidí quedarme con un puñado de compañeros hasta que volviesen a buscarnos. Dejaríamos sitio para evacuar más enfermos. El delegado del gobierno regresó a Tombuctú con la expedición.
Pasé la noche con la anciana. Sabía que le quedaban pocas horas, por eso, cuando en una sorpresiva recuperación de la consciencia volvió a mirarme pronunciando aquel nombre: Ozumbu, y me hizo seña de que me aproximase, obedecí. Me senté a su lado y enseguida, tomándome la mano, se puso a hablar. Primero de una manera inconexa y luego más fluida; prescindí del intérprete, con las cuatro palabras que manejaba de su lengua y la voluntad de ambos sería suficiente. Además, deseaba estar a solas con ella.
Se llamaba Nené; yo seguí siendo Ozumbu. Tenía la piel bastante más clara de lo habitual en la zona. En vez de negroide parecía magrebí, como yo. Con parsimonia, deteniéndose a cada poco, repitiéndose para no perder el hilo, me fue relatando la razón de su existencia. Habló de los libros sagrados, de Los Señores de Tombuctú, procedentes allende el desierto y el mar, portadores del legado de unos antepasados remotos, de la sabiduría heredada cuya custodia les correspondía a unos pocos. Se estaba refiriendo a los Cuti quienes, por culpa de disputas tribales, terminaron dispersando la esencia de lo que les había hecho grandes durante siglos. La catástrofe a la que en la actualidad se enfrentaba su pueblo, era una consecuencia de aquel fracaso en la custodia del mayor de los legados, la sabiduría.
De madrugada la anciana empeoró. Le humedecí los labios; volvió a apretarme la mano con fuerza. Fue serenándose y cuando creí que iba a quedarse dormida siguió hablando. Pensé que deliraba. Se refirió a Ozumbu niño. Entendí algo así como que, no pudiendo mantener a su prole, el padre de Ozumbu había partido con éste y el resto de su familia hacia el norte, buscando el camino por el que las antiguas caravanas llevaron hasta Tombuctú los libros sagrados. Pretendía regresar a los orígenes, debía dar a conocer que los depositarios de la herencia Cuti necesitaban ayuda… Meses después se supo que los viajeros habían sido asesinados por asaltantes de caminos. El cuerpo de Ozumbu jamás fue hallado.
La anciana murió al amanecer, con una postrera sonrisa sobre sus labios de pergamino. Convencida de que yo era Ozumbu, de que había regresado para salvarlos, de que volvería a reunir el legado de los Cuti, para que jamás se repitiera una desgracia como la actual.
En Tombuctú contacté con una persona del consulado que me habló de los Cuti, de aquella estirpe de antiguos españoles expulsados tras la reconquista, forzosos emigrantes y custodios del legado. Al parecer, el Gobierno Andaluz financiaba parte del proyecto encargado de salvaguardar su memoria. Durante el viaje de vuelta a España, una vez acabada la misión, tuve un sueño, o un delirio, o un encuentro… Volví a mi infancia; desvalido, perdido en el desierto, caminaba sin rumbo. La noche se echaba encima. Me acurrucaba en cualquier parte. Miraba al cielo. Una estrella parpadeante llamaba mi atención, parecía desplazarse hacia el norte. Yo alargaba mi mano hacia ella y entonces sucedía: Soy Nené -decía la estrella-, sígueme.
Enrique, «no dices nada, casi nada» y dices tantas cosas. Entre abres una puerta, varias puertas diría yo, a las que de alguna manera invitas a pasar y saber más… Acaso de la vida de ese médico solidario,o, tal vez que fue de esa expulsión de los árabes de España, que tanto enorgullece a unos y avergüenza a muchos. Quizás del colonialismo, una forma de esclavitud como otra cualquiera, o de las epidemias que ya están siendo globales… Vamos que me gusta.
Hola Pura, «incondicional comentadora». Gracias por hacerlo. Te diré, sólo, que la idea me la sugirió y la extraje en su momento de una novela empezada que quizá termine, si el tiempo y la salud me respetan, algún día. Tombuctú ya de por sí tiene un nombre cuya fonética evoca sensualidad, aunque no debe ser un lugar muy bonito para vivir si se es occidental, a no ser que se tenga vocación de médico altruista o algo parecido. Los Cuti también acapararon mi atención hace mucho tiempo; al parecer, todavía existen aldeas «miserables» donde se guarda con celo aquel legado de una tribu que se enorgullece de su pasado andalusí.
Buen día.
E.J.